Malos presagios

Malos presagios 

Las horas se volvieron tan pesadas, que llegó un punto en donde se puso en duda el correr del tiempo mismo y todo lo que se conocía, se había detenido en medio de un silencio desgarrador. Los sentidos incluso, quedaron deambulando en la nada absoluta de un tiempo que había perdido su significado cuantificable. La brisa que venía de la ciénega, se extinguió de golpe y la existencia misma, quedó suspendida de una fuerza  invisible que ponía la piel de gallina. Eusebia, sintió como su cuerpo se estremecía y todas sus premoniciones pasadas comenzaban a despertar.

La sospecha de los malos presagios, volvían a convulsionar los escasos momentos de tranquilidad de aquella mujer caribeña de piel curtida y de nervios de cristal. Eusebia desde niña, había sido criada en el ambiente trémulo de las desgracias transfiguradas en las extrañas figuras del pocillo del café, en el vuelo maligno de una mariposa negra por el dintel de la casa, por el aullar de los perros a media noche y el sin fin de artificios aprendidos en los años vividos en Magangue. 
No sólo el tiempo se había detenido, una fuerza extraña que venía de no sé dónde le hacía trizas esa firmeza que había ganado con su cumplida y sagrada asistencia a la misa de los domingo desde hacía más de 30 años, cuando contrajo matrimonio con Fabio García, pescador cimarrón de los playones de la ciénega.  

Sentada como todas las noches en la puerta que daba a la calle, Eusebia contemplaba la luz amarillenta y flácida de los bombillos agonizantes de las terrazas del pueblo. La brisa que venía de la ciénega le devolvía la devoción que una vez saboreó en los tiempos en que la bonanza de la pesca, reverdecía la alegría de todos los moradores. Fabio García en medio de la casa vacía, descargaba un chorro de humo que se desvanecía en una niebla fantasmal que dejaba impregnada un olor a tabaco que espantaba a cuanto insecto se le atravesaba. Una que otra vez vigilaba la vigilia silenciosa que hacía su mujer todas las noches en el mismo sitio y quedaba rendido en periodos cortos de tiempo y volvía a caer en el vaivén del tabaco y el estado vigilante de su mujer que hablaba sola en la  luz tenue de la puerta.

Eusebia convivía con sus nervios alborotados con cualquiera señal pavorosa que veía, se mantenía pendiente de cualquier designio que podría significar un mal augurio. En el patio estaba prohibido la entrada y consentimiento de cualquier animal negro que pudiera entrar. Con el tiempo cosechó un afán obsesivo por desbaratar cuanto maleficio imaginario veía. 
Fabio García, desde su poltrona veía detalladamente a su mujer encargarse todos los días que ningún objeto extraño se acercara a su casa y como un observador paciente, esperaba y seguía los pasos de Eusebia en aquel revoltoso ambiente de malos presagios. 

Una tarde con la casa patas arriba, Eusebia agonizaba con lo que sería la visita intempestiva de los nietos que venían de visita. El cielo ennegrecido por los rumores de lluvia de agosto hacía que el día en verdad estuviera sumido en un cienegal de mala hora. Pero Eusebia no se percataba de lo fantasmal que se iba poniendo la tarde, entre el ramal  de ocupaciones y el estruendo de los truenos, se le olvidó por completo la fascinación por encontrarle el mal augurio a cualquier acontecimiento. Fabio García entró con un estrépito de animal asustado, con atarraya en mano, alertó a todos en la casa del temporal que se avecinaba. 

- ¡Eusebia se viene acabando el mundo y no te has dado cuenta! - gritó Fabio García. 

- Nombe Fabio esos son los temporales de agosto como siempre, viene con truenos y relámpagos y nunca llueve. No le pares bola eso de seguro viene vola'o -  contesto la mujer 

Fabio, la miró con una perplejidad solemne y después de  mucho tiempo dudó de su cordura por un segundo. Todo lo que le había observado a su mujer en su larga vida de casados no coincidía en absoluto con su repentina respuesta y su estado de confianza. Jamás en su vida había visto a Eusebia en aquel estado de calma en medio de un mar de predicciones. Entonces de repente  y como a quien le lanzan un maleficio, sintió un escalofrío vivo que le recorría todo el cuerpo y lo dejó estacionado en un basto silencio sin sentido. 

Eusebia por su parte andaba en su trajín desesperado por alistar la casa antes que llegaran sus nietos de visita. Nunca antes se le vio tan viva y sagaz, sus movimientos se le rejuvenecieron, su mirada emitía un brillo celestial que a Fabio García le hizo evocar los días en que se metía a escondidas en la escuelita mixta nuestra señora la candelaria a robarle besitos a su eterna enamorada. Era tan inexplicable el ataque repentino de Eusebia que no dejó trasto que no limpió, sacó la mejor vajilla que tenía, cambió manteles y sábanas, hizo que sacaran todos los colchones al sol, con la seguridad de que no iba a llover, mandó a instalar varias hornillas en el patio para preparar no una sino tres ollas de sancocho, pero en menos de lo que se esperaba se abalanzó una lluvia recia que hizo que metieran los colchones corriendo para que no se mojaran. 

Era tan grande el estrépito del aguacero que dolía escuchar la lluvia caer en el techo de calamina. Fabio en su silla de madera vio por primera vez a su mujer tomar un descanso después del ajetreo interminable en el que se había inmerso. Una que otra vez la vio mover los labios, pero el ajetreo de la lluvia hizo que la comunicación entre ellos fuese imposible de conseguir. 

Fabio García no supo en que momento su cuerpo se dejó llevar por el sonido ensordecedor de la lluvia y cayó por el abismo insostenible de un sueño profundo, al despertar sintió como si el mundo hubiera quedado varado en un pantano interminable de silencio absoluto. Al girar la cabeza, alcanzó a ver a Eusebia tranquila con un semblante apacible y por un momento pensó en el cambio repentino de su esposa. Con la tranquilidad con que había tomado aquel aguacero apocalíptico y como su ser ignoró cuanto designio había experimentado anteriormente. 

Eusebia se sentó en un  banco de madera a esperar a que aquel aguacero desgarrador se apaciguara para poder continuar con sus oficios. Por un momento su cuerpo se estremeció por la bravura de la lluvia y un escalofrío la sacudió de pies a cabeza, llamó a Fabio, pero el estrépito del aguacero hizo que su llamado quedara fusilado por el sonido estruendoso del techo metálico. 
Sintió un temor desgarrador que hizo que le dolieran las entrañas, pero se consoló así misma diciendo.
-Nadie se muere en medio de los primeros aguaceros de agosto-




                                                                                                      -Hugo C. Pérez- 

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