Baltazar

Baltazar 
Baltazar nació un domingo de  octubre  con los  primeros gallos, bajo un cielo revuelto por  la llovizna  de  un invierno crudo  y  devastador.  Aquel  niño  lánguido  y  flaco como un palillo, respiraba  las primeras bocanadas de  aire  de  una  vida que  apenas  comenzaba  a  florecer.  Su padre  veía  como el mundo allá  afuera  se  debatía  en un manto negro de  nubes recrudecidas. Aquella  mañana,  se  hallaba  envuelta  en una  manta  sepulcral de las lloviznas insoportables de  un octubre  que  no daba  tregua  de  escampar.  Las calles con el barro  encarnizado,  se convertían en un lodazal monumental, incluso fue  el impedimento principal para  que  la partera  del pueblo,  se  diera  tres  repetacas  en las calles enjabonadas,  antes de  llegar a atender  el parto que traería al mundo a  Baltazar.   

En  sus primeros años Baltazar  pudo disfrutar  de  la  belleza  del azul de la  Ciénega, los vendavales de  las mañanas turbulentas, el verde  intenso de  la tarulla    que  arrastraba  la brisa en las tardes  encarnizadas, el efecto que causaba  la  tierra  a  pleno medio día, los atardeceres inmaculados, los temporales de  las tres de  la tarde, el blanco cegador de  las  garzas que caminaban  en puntillas  por el puerto de las brujas,  los colores vivos de  las  mojarras, el tono gris  y  la    brillantez  de  las escamas de  los sábalos que  parecían verdaderos diamantes. Todo esto se  fue  guardando  en  la memoria  remota  de  los primeros años de  infancia, recuerdos que  se  fueron atesorando  como una premonición prematura  de  un mal  augurio  que  se  podía respirar. 

Hasta que  un jueves de  agosto,  como una maldición que  espera  paciente  a  desatar  su encargo, se  desencadenaron una  serie  de  sucesos fuertemente  marcados, quizás por la fuerza  imparable  del destino, la  cual empujo a  Baltazar a  un fatal suceso que  marcaría  su vida para  siempre.  Joaquín, quien apenas  era  dos  años mayor  que  Baltazar,  se  disponía como todos los días a  llevar la  yegua  de  su padre  al potrero que  colindaba  con los  patios del pueblo. Baltazar  al ver  a  Joaquín que llevaba  por el bozal a la  colosal bestia, le entraron unas repentinas  e  impulsivas ganas de  acompañar  a  su hermano. Tanto fueron  aquellas ganas inusuales; que  su  madre  Elvira, se  sorprendió al ver el  berrinche  de  su hijo por acompañar a  su hermano.  Finalmente  los dos salieron con las riendas de  la  yegua  en mano. A la  mitad del camino, antes de  llegar  a  la casa  de  pablo García, un carnicero de  fines de semana  que  descuartizaba  los cerdos a  plena  luz  del día.  Llegaría  lo que  estaba  guardado para  Baltazar hacia 8  años desde  que  llego a  este  mundo,  en medio de  las lloviznas cansonas  de  octubre.  La  calle  estaba  invadida  por  una  parvada  de  perros  callejeros,  que  se peleaban las  sobras de  lo  que  parecía haber sido  una  patica  de  cerdo que  se  le  había caído a pablo por descuido del oficio, pero al percatarse  del remolino, agarro medio ladrillo que  le estorbo durante todo el tiempo que estuvo  pelando  el cerdo  y  que  apenas vio, el  ferviente festín  que  tenían la bandada  de  sarnosos,  como solía  llamar  a  los  perros callejeros. Se  los lanzó  y  todos  salieron despavoridos dando aullidos de  auxilio en todas las direcciones.   

En medio del tropel de los perros,  Beatriz, una  vieja  vecina de  pablo días, estuvo en la  línea del estrepito  y  casi  se  va   al suelo,  con sus ochenta  y  tantos años a  cuestas.  En la  propia casa  del  carnicero, dos perros hicieron de  las suyas dejando  caer cuanto chócoro estuviera  a su alcance. Baltazar  y  Joaquín, con la  sincronía perfecta de  las malas horas,  pasaron en  el instante en que  el estrepito de  los perros  irrumpió  de  manera  apocalíptica,  la  normalidad  del día.  La  yegua  ahora  en manos de  Joaquín, al sentir los aullidos despavoridos de  los perros, se  espantó de tal manera  que  hizo que  Joaquín  se  arrastrara  con el bozal en  la mano, comenzó a  dar saltos a  su  alrededor, lanzando  chillidos  y  resoplando como  una  bestia endemoniada.  Para  mala  fortuna,  Baltazar se  había  distraído antes de  que  los perros formaran su  escandalosa  escena, pero  al ver  todo ese  remolino,  no supo que  hacer  y  tomo la peor decisión que  podría  tomar a    sus 8 años de  inocencia.  Fue  en busca  de  las manos de  su hermano  Joaquín, quien lidiaba  con la ferocidad  de  la bestia.  Por un  instante Baltazar, paso por debajo del vientre  del  animal encarnizado, quien inmediatamente salto  una  y  otra  vez, dejando a  Baltazar en medio de las patas  traseras  del animal.  La  yegua  colerizada  al  sentir la amenaza  latente, lanzó  un zarpazo como  un  brinco de  pescado, dejando  a  Baltazar tendido en medio de  la tierra  revuelta  por las pisadas de  la  yegua. 

Baltazar quedo flotando  en medio de  un zumbido y  veía  como todo dentro  de  su cabeza  se inundaba  de  una  tiniebla  que  le daba  escalofríos.  El tiempo  se  había detenido  y  no podía entender si aquello que  estaba  viviendo era  un sueño. No sentía  dolor, pero  algo helado le recorría  todo el cuerpo  y  lo arrastraba  sin ninguna  compasión a un rincón oscuro,  donde  la ausencia de  la  luz  le quemaba  las entrañas.    

Baltazar permaneció en cama durante dos semanas, su cuerpo helado e  indefenso no comprendía en que  tipo de  laberinto se  encontraba,  apenas pensaba  en la muerte, aquello más bien era  un profundo  sueño.  A la  semana  cumplida, Baltazar finalmente abrió los ojos y  todos  a  su alrededor sollozaron de  alegría, pero su mirada  perdida  y  desorientada, alertaron  a  Elvira, quien lo había vigilado durante los días en cama.   

Sus  ojos  desorbitados  y  completamente  alejados de  la realidad, daban  la  sospecha  de  lo que finalmente estaba  por acontecer.  Los  colores que  alguna  vez  cruzaron por  sus ojos,  se fueron destiñendo, degradándose  hasta llegar a  una  tonalidad imposible  de  distinguir, ese cambio abrupto,  se  desbordo por  la vida  apenas floreciente  de  Baltazar. Con  los días se  fue apagando la luz  del mundo, la belleza  de  los colores se fue  diluyendo.  La  nitidez  se  fue transfigurando  en  un tono  grisáceo,  que  se  expandía  sigilosamente  por los  recuerdos aun nítidos  de  los  días  que  había  dejado  atrás. 

La  pérdida  de  la vista  lo  condenó a  vivir en mundo oscuro  y  sin vida. El gris de las tardes  y los colores intensos de la  Ciénega,  se  apagaron para  no volver, se  negaba  a  creer que  todo a su al rededor se  resumía  a  tinieblas. Baltazar pensaba  que  aquello por  lo que  estaba pensando era  como estar  suspendido en medio de  la  nada. Un mundo lejano  se  había posado delante  del  él  y  le  había negado  rotundamente el derecho mismo de  reconocer  las cosas  y  como estas se  iban cambiando con  el tiempo. 

Baltazar se  convirtió en un ermitaño en los  primero años de  ciego primerizo, se  negaba  con una  terquedad colérica  a  que  le indicaran el camino. Era  de  no  creer como todo en un segundo se  había  puesto patas arribas  y  todos  los colores que  alguna  vez  reconoció, se fueron  destiñendo  al  compás  insoportable de  un tiempo  abrupto e  insostenible.  Era  una  vida distinta.  Incluso llegó a  pensar que  había nacido nuevamente, pero ahora  era  totalmente diferente. Tan diferente,  que  sentía  que  estaba  atrapado en un cuerpo extraño,  irreconocible para  sus sentidos.  Los recuerdos de  antes no coincidían con los  engranajes  de  los días que estaba  viviendo. Se  condenaba  a  un bastón rústico  de  roble, el cual sostenía  como si fuese lo último  que  existiera  en el mundo.  Tanto  así,    que  se    aferró    a  él con una  voluntad de perro obediente. 

La  desesperanza  se  fue  alimentando cada  día, pero  la terquedad    fue  mermando con el paso del tiempo. Se  fue  adoptando a  su nueva  vida,  a  su  nuevo mundo. Sus sentidos se  fueron agudizando, el oído  y  el tacto se fortalecieron como un animal que se  adapta a  un nuevo ambiente.  La  vista, ese  sentido  traicionero  y  desconsiderado, pasó  al traspatio de las cosas desechables. Y se  amoldó tanto que  pudo desarrollar una  capacidad de  ubicación fascinante. Se  movía  tan  natural,  que  puso entre  dicho la importancia del sentido de  la vista, se  volvieron tan sensibles sus  otros sentidos, que  pudieron suplir el como  desplazarse ahora,  en medio de aquella  lodosa  realidad  de  la que  estaba  condenado para  siempre. 

Los años  fueron pasando  y  con  ellos los desafortunados achaques de  la vejez. 
  
-La  cereza  que  le  faltaba  al pastel  -  Pensaba  entre  sus adentros Baltazar- 

Ésta avalancha  de  desafortunados acontecimientos próximos a  venir,  lo acorralaban en el ocaso de  su vida.  Los pasos milimétricos que  debía dar hasta  llegar  al culto del domingo se fueron borrando. Una  especie de  cataclismo,  se  desparramaban  sobre  los  cálculos  rigurosos de  cómo  moverse, de  acuerdo a  las voces de  la  gente en la calle  o la  milimétrica  sensación que  se  le  subía  por la  punta de  los pies, al  vibrar  la  tierra  por  culpa del remolino causado por  alguna  parranda  descomunal.  La  memoria  también se  fue  desvaneciendo como un día se  le esfumó la vista.  La  nada  cuantificable de  la vida,  se  fundía en su memoria  y  lo dejaba aún más suspendido en el  hueco mismo de  la Soledad,  que  lo condenó  a  una  locura  senil  de la que  nunca  escaparía  jamás.   

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